Gran parte de la historiografía lisenkiana, española y europea, sobre la guerra de España centra su atención en los crímenes franquistas, los cuales revelarían la esencia de aquel régimen y a la vez lo condenarían. Esto puede decirse del nazismo y el sovietismo, por el enorme calibre de sus desmanes, pero los achacables al franquismo son casi insignificantes a su lado. ¿Y qué decir de las democracias? ¿Puede juzgarse y condenarse a las democracias anglosajonas por sus bombardeos sobre la población civil alemana, japonesa y otras, un crimen incomparablemente peor que cualquiera de los perpetrados por el franquismo? Encontramos fácilmente el crimen en cualquier sistema político: por comparación, el de Franco sale bastante bien librado. Y, desde luego, hay en el franquismo, como en las democracias, aspectos más positivos a tomar en cuenta.
Sin embargo el desenfoque persiste hoy, un poco en la línea de Harold Laski al terminar la guerra mundial, que resumo en Años de hierro: democracia y totalitarismo no podían convivir. Pero el ideólogo laborista no entendía por totalitarismo el régimen soviético, al que miraba con simpatía, sino... ¡el de Franco!, a quien tanto debía Inglaterra y a quien, dicho sea de paso, tampoco pudieron derrotar ni derrocar. Así, en una pintoresca historia de España coordinada por Raymond Carr –ya hablaré más de ella–, un supuesto especialista, Sebastián Balfour, repite impertérrito, uno tras otro, los tópicos de la propaganda izquierdista pese a hallarse hoy más que suficientemente refutados: el carácter deliberado de la represión de los nacionales y el "popular" y no deliberado de la represión izquierdista, la batalla de Madrid, la intervención exterior, Guernica, etc. Al igual que los laboristas, tan comprensivos con Stalin, cree que las democracias deberían haber apoyado al Frente Popular, y que, por no haberlo hecho, "millones de españoles pagaron ese error de los aliados con sufrimientos incalculables"; y reitera: "Sería difícil exagerar el sufrimiento que esas medidas (franquistas) acarrearon a millones de españoles." No concreta adecuadamente tales sufrimientos, que cabe resumir en el hecho de que España se vio libre de la guerra mundial, la cual sí acarreó sufrimientos espeluznantes a toda Europa; sin olvidar lo que el hambre española de posguerra debió al semibloqueo inglés. Todo el cuento explicado en la lisenkiana y "democrática" línea del conflicto de clases y disimulando con desparpajo quiénes dinamitaron la legalidad republicana.
Hace algún tiempo comenté una tesis de Carr: "En lo que se ha llamado su fase bolchevique, (...) Caballero usó la retórica de una revolución proletaria sin ninguna intención de organizar una edición española de la Revolución Bolchevique de octubre de 1917." Lo aseguran también Preston y otros. Pero el PSOE, dirigido por Largo Caballero, no sólo rompió en 1933 con los republicanos de izquierda y optó por la dictadura del proletariado, sino que marginó al sector moderado de Besteiro, creó un comité especial para organizar la guerra civil (textualmente), urdió maniobras desestabilizadoras contra el Gobierno legítimo de centro derecha en el verano de 1934, lanzó en octubre del mismo año la más mortífera insurrección del período republicano, con un total de casi 1.400 muertos en 26 provincias. Vencida la insurrección, persistió en sus ideas y prácticas, y en 1936 volvió a eliminar políticamente a Besteiro, se enfrentó con el sector menos violento de Prieto, a quien los seguidores de Largo estuvieron a punto de linchar en el célebre mitin de Écija, organizó milicias y fomentó un clima social en extremo violento después de las elecciones de febrero de ese año. Si a esto le llama Carr "retórica" y "falta de intención revolucionaria", ya extraña menos que considere democrático y legal al Gobierno del Frente Popular. Bueno, pues en esa tónica sigue toda la escuela, impasible el ademán.
Hoy, esos tópicos solo pueden considerarse al nivel de la tontería, y solo pueden repetirse, como hacen estos pésimos historiadores, prescindiendo de todo el material documentado y analizado en estos años últimos, así como, a menudo, de la simple lógica. Lo cual implica una deshonestidad intelectual ridícula por lo evidente.
Deshonestidad que reencontramos en otro libro reciente del italiano Gabriele Ranzato, El pasado de bronce, donde recoge, sin atisbo de espíritu crítico, las "investigaciones" sobre las fosas comunes patrocinadas por intereses políticos bien conocidos, y realizadas por subvencionados funcionarios de izquierda, marxistas (lisenkianos) a menudo, y no pocas veces abiertamente estalinistas, como Espinosa, que recomiendan la persecución y censura contra mis libros o los de César Vidal ¡Gente digna a priori de todo crédito, para el señor Ranzato! El crédulo (o algo peor) profesor italiano finge, además, conocer la bibliografía al respecto cuando cita entre sus fuentes a A. D. Martín Rubio, a quien define como "de orientación filofranquista, pero no inconsistente". ¡Y tan "no inconsistente"! Como que refuta a Santos Juliá (¿por qué no lo define como filoestalinista, puestos a eso?) y a aquellos funcionarios subvencionados con dinero público por los partidos de izquierda en quienes deposita tanta fe.
De Ranzato y su clamorosa falta de honradez intelectual me ocuparé más a fondo en otro momento, como de Carr y sus nuevos enfoques sobre la historia de España.